gente dispersa

Fresas salvajes

Posted in Correspondencias by jordi beltran gimeno on marzo 27, 2010

Primeramente, a modo de preludio, cabe comentar el poco rigor de este texto. Lo creo conveniente. Así pues, lo que a continuación sigue debería leerse rápido, casi sin pararse a respirar. Y luego ya olvidarlo.

Es sabido por todo el mundo, posiblemente a través de una experiencia vivida y particular, que ciertos estímulos percibidos por alguno de nuestros sentidos activan nuestra memoria: nos traen recuerdos. Así, por ejemplo, relacionamos directamente cierto aire helado, que algunas mañanas de invierno y sol se nos presenta, con cierta anécdota traumática que sufrimos un buen día. O aquel olor, que no logramos asociar, pero que nos es tremendamente familiar. La comida no es una excepción, por supuesto. Fue Marcel Proust a quien un mordisco a una magdalena le hizo desplegar páginas y páginas acerca de la infancia. Esa pequeña porción del dulce le reveló un pasado, asociado indefectiblemente no a esa magdalena pero sí a lo que para él representaba. Perdón si ahora digo que nunca he leído al francés. Es un dato que añado, quizás intrascendente, pero que ayuda a refrendar el axioma (si es que lo necesita) con el que he empezado todo esto. Y perdón también por el caos estructural que intuyo va a dominar esta secuenciación de frases aparentemente coherentes entre ellas. Es posible que se acabe pareciendo un poco a un puzzle, o mejor, a un rompe-cabezas. Como lo serían también los recuerdos: un esbozo de alguna historia deconstruída y fragmentada, suficiente para recordarnos la sensación vivida en aquel momento. Pasa a menudo con las películas, algunas, no las recordamos exactamente, pero guardamos muy bien, puede que intacta, nuestra crítica acerca de ellas: si nos impactó, nos fascinó, nos creó angustia o, directamente, se trataba de algo soporífero.

Y escribo todo esto a raíz de un episodio de Los Soprano. Tony asiste regularmente a la consulta de su psicóloga ya que sufre unos desmayos de origen psicosomático. De hecho, es la Dra. Melfi quien le habla a Tony de Proust y su magdalena. Encuentra una, parece que evidente, asociación entre sus desmayos y la comida. Ésta le sirve de detonante. Como “hombre de negocios” que es, Tony se enfrenta a diario a reuniones. Y éstas tienen lugar alrededor de una mesa, mientras se come. Por si fuera ésto poco, cuando llega a casa debe tratar de resolver los problemas de la vida doméstica y familiar, ya cansado, ya más estresado, y por supuesto, también mientras come. Y escribo todo esto, también, a modo de correspondencia con una maravillosa película que disfruté no hace mucho en la filmoteca: Smultronstället (“Fresas salvajes”), Bergman, 1957. El anciano médico, interpretado por un entrañable Victor Sjöström, en un viaje a la universidad que le condecorará por su trayectoria, hace una parada en la casa donde veraneaba de joven con su familia. Es allí donde empieza a recordar su juventud, la calidez del estío, la hierba, a su prima con quien mantenía encuentros más bien idílicos. Pero no es el paisaje, aquella estampa que nostálgicamente proyectamos de un lugar al que le asociamos valores paridisíacos y cierta calma lo que hace al Doctor empezar a recordar, sino un alimento como las fresas que crecían en los alrededores de la casa. Esto es, las fresas activan en él la lenta y amarga cadencia de la reminiscencia: una serie de capítulos silvestres y estivales que evoca, y con los que hace balance de su vida y soledad.

Nuestra memoria, los datos, anécdotas y capítulos que la conforman, debe estar construida por capas y capas de información. Algunas de las cuales deben yacer en algún rincón de nuestra testa esperando que algo o alguien active el resorte para que éstas salten y se nos presenten de nuevo, nítidas y vívidas. Cuántas veces nos hemos quedado pensativos porqué algo nos ha dejado dubitativos al reconocer en eso algo que nos es tremendamente familiar. ¿Por qué, a veces, vemos una cara y nos cae esa persona simpática rápidamente?, parece que reconocemos en esa cara unos valores con los que estamos de acuerdo, o una mirada que nos es cálida, pero siempre a través de la asociación y relación de experiencias y prejuicios que, inconscientemente, hemos ido elaborando. Hay cosas que no volveremos a recordar jamás, supongo: teclas que nunca serán apretadas. Quizás comidas que nunca volveremos a probar, o no de aquella manera.

Juego/tabú

Posted in Juego y jugadores by jordi beltran gimeno on marzo 13, 2010

No te fíes nunca de una persona sin vicios” Refranero popular

La estampa era la siguiente: seis mujeres en la intemperie, en pleno diciembre y en manga corta, fumando el enésimo cigarrillo mañanero, yo adentro, bajo techo. Ante la voz colectiva uno empequeñece y queda mudo; aunque se le dibuje esa sonrisa lateralizada al escuchar ciertos tópicos, uno opta por enmudecer. Que si la ludopatía no conviene, que si patatim-patatam. Ellas, desde el frío y sin preguntarse demasiadas cosas, actuaban de acusadoras. Una, desde su trono más allá del bien y el mal, iba aún más lejos, y se afanaba en festejar lo mucho que le disgustaban los lugares donde se juega dinero, “como el Bingo”. ¿Perdón?, ¡yo hablaba de poker!.

Veamos, cierto es que en época de crisis el juego está a la alza. Lo mismo pasa con el alcohol. Señoría, ¿podemos incluir como dato que la perpetradora del comentario anterior (aquel del Bingo) pertenece al gremio de las Trabajadoras Sociales?, Gracias. Seguimos; en una sociedad como la nuestra , la ludopatía, como enfermedad, extiende sus tentáculos, estigmatizando cualquier acto o juego que esté relacionado con el dinero y su apuesta. La Navidad, en cambio, es una época fantástica para saltarse las normas: ¡hasta los diabéticos comen turrón!. Y comprar lotería de forma masiva no es (ni por asomo) sintomático de padecer ludopatía. Esto es, se trata de una costumbre, una tradición arraigada, y como tal, naturalizada. Y, además, ya sabemos lo que son las partidas de poker, o cómo se conciben: un contexto de adicción donde el alcohol y el tabaco se consumen como el agua, y donde es imposible ganar, porque en el caso de que eso sucediese es más que probable perder todos tus dientes en el callejón posterior que hay en toda vivienda o local donde se juegue a poker. De acuerdo, lo admito, me he dejado llevar. Pero así son los tabúes: legendarios. Pero, un momento, dejémonos llevar más, ¿cual es el juego de apostar dinero por excelencia, presente en las navidades?. El Bingo, ¿no?. Y yo creo que hay algo de demencial en ese juego. En un juego puramente de azar, no puede ser bueno tardar tanto en saber si vas a perder.

No es lo mismo ser adicto a algo (cosa que no negaremos) a que la adicción te haga perder el dinero y los papeles, más-allá-de-lo-debido. Pero, entonces, ¿por qué engancharse a algo como el poker?. La pregunta ya viene contaminada de serie, podríamos responder un simple ¿por qué no?. Y el sujeto-acusador la reformula, “¿por qué engancharse a un juego con el que puedes perder dinero?”. Veamos, tampoco es que seamos adictos a la derrota, esa pregunta debería quedar reservada para los seguidores del Atlético de Madrid, por ejemplo. En fin, nuestra contestación, como persona sensible-susceptible podría ser la siguiente: ¿que no inviertes tú, dinero en el gimnasio?, ¿acaso no sales a cenar fuera siempre que puedes?. Así que, repito, lo más fácil, al fin y al cabo, debería ser callar (nótese aquí la conjugación en modo condicional…).

Más vale dejarlo estar. Si le explicas a alguien en qué consiste el juego, el buen rato que se pasa y te sale, de nuevo (y van…), con la dichosa pregunta de marras, es que no lo entenderá nun-ca. Y de nada servirá que le matices la sensación vivida, esa mezcla de incerteza e ilusión que se vive al descubrir las dos cartas que te han tocado en mano. De nada servirá que le expliques que esos segundos que pasas vacilando si ir o no ir mientras mueves tus fichas con una mano, ya pueden valer toda una partida. Nada útil sacarás de hablarle de all-ins y flops, de esos picos emocionales, de esos cambios de rumbo de lo que tan importante es para un jugador, la confianza en sí mismo y en el juego. En fin, de todas esas sensaciones y estímulos que te agitan y sacuden durante una partida o torneo. ¿Y el dinero?, ¿acaso no importa?. Un momento, tampoco nos perdamos por la senda explicativa. Yo no sé tú, le diría, pero yo quiero llevármelo. Siempre.

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